sábado, 11 de mayo de 2013

2 Corintios 4 - El tesoro de Dios

Hola a todos. Como ya saben o habrán visto, sigo con esta serie sobre 2 Corintios. La vez pasada había hablado sobre el ministerio del Espíritu, el servicio que realizamos para Dios en cuanto a anunciar su mensaje. Habíamos visto que somos como cartas escritas por Jesús con la tinta del Espíritu Santo, y que de eso se trata nuestra misión, acercar a otros a Jesús para que el velo sea quitado, y ellos puedan ver las cosas como Dios las muestra. En definitiva, como son.

Texto: 2 Corintios 4

El pasaje que nos toca hoy profundiza todavía más estas ideas de las que venimos hablando: trabajamos para que otros puedan acercarse a Dios, para que puedan ser aroma de Cristo, para que puedan verlo, y es Dios mismo el que se encarga de hacer todo, de principio a fin, siendo nosotros los canales por los que fluye su poder.

Este pasaje habla de un tesoro. Dice que llevamos en nuestro interior un tesoro. Ese tesoro no es otra cosa que la luz que brilla en el rostro de Jesús: la gloria de Dios. Sí, llevamos adentro de nosotros la gloria de Dios. ¿Cómo se produce esto? Bueno, Dios mismo enciende esa luz en nosotros. Como afirma Pablo, así como Dios ordenó que se hiciera la luz en el mundo, ordena que se haga la luz en nuestros corazones, y así ocurre: "Y dijo Dios: '¡Que exista la luz!' Y la luz llegó a existir" (Génesis 1:3).

Pero para que podamos tener acceso a esa luz, es necesario que ocurra algo primero. Ya lo veníamos viendo en el capítulo 3, y creo que esa idea está reforzada en este capítulo. Es necesario que veamos primero esa gloria de Dios. Que a través de la fe nos apropiemos de esa gloria. La fe, el paso de no creer en Jesús, en que él es la verdadera y definitiva provisión de Dios para el hombre, a creer, es lo que abre la puerta de nuestro corazón. Es el interruptor de esa luz. "Cada vez que alguien se vuelve al Señor, el velo es quitado" (3:16).

Y acá nos topamos con el gran problema de la espiritualidad. El gran obstáculo de la vida trascendente. Para poder tener este tesoro, esta gracia que nos salva, que nos reconstruye, que nos consuela; para poder, en definitiva, ser libres, como decía el capítulo 3, necesitamos ver lo invisible. Y para poder compartir nuestra fe con otros, necesitamos mostrar lo invisible.

Pablo afirma que los incrédulos están ciegos, pero la gran pregunta es: ¿quiénes son "los incrédulos"? Bueno, creo que la respuesta podría ser "cualquier persona que no cree en Jesús". Parece obvio, pero eso nos deja a nosotros, a todos, en un plano de igualdad: todos fuimos un día incrédulos. Todos nacemos ciegos. "El dios de este mundo ha cegado la mente de estos incrédulos, para que no vean la luz del glorioso evangelio de Cristo" (4:4). Nacemos ciegos porque el diablo mismo, el "dios" que controla el orden de lo terrenal, nos saboteó desde que entramos en el vientre de nuestras madres. Habíamos hablado bastante de esto en la serie sobre la lucha espiritual (están los links al costado del blog por si alguno quiere leer alguna de esas reflexiones), así que no voy a entrar en demasiados detalles.

Pero si quiero retomar una idea de esa serie: el gran engaño del diablo, su plan maestro, consiste en buena medida en engañar al ser humano para que no se fije más en las cosas que no son materiales, tangibles, concretas, y piense que el mundo se trata solamente de esas cosas, lo visible. En definitiva, nos hace ciegos a lo invisible.

La fe es lo único que puede abrir nuestros ojos otra vez a lo invisible. Esto es un proceso, pero a medida que vamos viendo más y más lo invisible, y cuando digo viendo me refiero al mismo tiempo a una forma "invisible" de ver ("ver" no es nada más percibir con los ojos, tiene que ver con la percepción integral de esas cosas que no son materiales), vamos siendo liberados más y más, y vamos reflejando cada vez más esa luz que se va encendiendo en nosotros.

Este es el tesoro de Dios, que llevamos en nuestro interior. "¡Levántate y resplandece, que tu luz ha llegado! ¡La gloria del Señor brilla sobre ti!" (Isaías 60:1). Llevamos con nosotros todo el tiempo esta gloria, esta luz de Cristo, que resplandece en medio de la oscuridad causada por la ceguera. Incluso los que todavía están ciegos pueden ver esa luz, y entonces pueden creer y recuperar también la vista. Por eso dice Pablo que "hemos renunciado a todo lo vergonzoso que se hace a escondidas" (4:2), y que "si nuestro evangelio está encubierto, lo está para los que se pierden" (4:3), o sea, los que no encuentran esta luz, porque siguen mirando sin mediación de la fe. Porque para los que se atreven a creer, el evangelio, esta gloria de Cristo, este tesoro de Dios, está perfectamente a la vista. Se refleja en cada cosa que hacemos, en cada cosa que decimos.

Por supuesto, es muy inocente verlo de forma tan lineal, porque somos seres humanos y nos equivocamos, y a veces no damos un buen testimonio de la verdad que descubrimos. Pablo se encarga de dejar bien claro esto cuando dice que "tenemos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros" (4:7). Nosotros fallamos, tropezamos, somos vapuleados por las circunstancias, a veces derribados temporalmente. Pero la gloria de Cristo permanece, y se refleja aún en medio de todo eso. Incluso cuando las cosas no nos salen como lo hubiéramos querido, aún cuando no logramos "renunciar a todo lo vergonzoso" en la vida práctica, y nos quedamos con esa renuncia sólo en nuestra intención, incluso ahí el poder de Dios obra a través de nosotros. Dios no me necesita para llevar adelante su plan. Dios me quiere para llevar a delante su plan. Como decía en la reflexión del capítulo 1, todo se trata de Cristo. Si la muerte de Cristo obra en mi cuerpo, la vida de Cristo se manifiesta. Lo que resalta de mí al final termina siendo cada vez más lo invisible, lo que está por detrás, por encima y por fuera de mí; y la parte visible, mi parte de ser humano, queda en segundo plano justamente por causa de mi debilidad.

Dios, en todo esto, me sostiene con sus propias manos. Pablo es muy claro: ¿atribulados? Puede ser, pero angustiados jamás. ¿En apuros? Puede ser, pero no desesperados. ¿Perseguidos? Puede ser, pero nunca desamparados. ¿Derribados? Puede ser, pero jamás destruidos. "Ya no hay ninguna condenación para los que están unidos a Cristo Jesús" (Romanos 8:1). El que hizo resucitar a Cristo nos va a hacer resucitar también a nosotros, y mientras tanto nos va preparando en vida para ese día.

Tenemos, entonces, un tesoro que se comparte al mismo tiempo que se acumula. Cuando más parte de este tesoro comparto, más acumulo, y cuanto más acumulo, inevitablemente más comparto. Vamos a volver sobre esto más adelante, pero es un punto muy importante. Compartir nuestro tesoro es una parte inevitable de tener ese tesoro. Se comparte prácticamente solo si realmente vivimos en el Espíritu de Cristo. Manifestamos la verdad y la gloria de Cristo cuanto más nos alejamos de lo oculto y vergonzoso. Y podemos hacer esto porque "tenemos la mente de Cristo" (1 Corintios 2:16).

Y por esta misma razón es que podemos ver lo invisible, que es lo que realmente importa. Porque nuestro tesoro forma parte de lo invisible, y eso es lo que hace que, irónicamente, lo hace tan visible por obra del Espíritu Santo. "Así que no nos fijamos en lo visible sino en lo invisible, ya que lo que se ve es pasajero, mientras que lo que no se ve es eterno" (4:18). Espero que esta reflexión haya sido de enorme bendición para ustedes, como lo fue para mí compartirlo.

Que el Dios invisible renueve sus mentes cada día más para que podamos ver su gloria y, al alejarnos más y más de lo vergonzoso, podamos resplandecer con la luz de Cristo y devolver la vista a los ciegos. ¡AMÉN!

Hasta que volvamos a encontrarnos.

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