martes, 3 de diciembre de 2013

La creación - Día 3: La tierra y la vegetación

Hola a todos. Me demoré un poco con esta publicación, pero espero ahora poder volver al ritmo más o menos frecuente que había propuesto hace un tiempo. Había empezado a compartirles una serie de reflexiones sobre la creación, no tanto sobre cómo fue creado el mundo (aunque en los pasajes obviamente se cuenta eso, y ya hice un comentario sobre el tema de creer lo que la biblia nos dice al respecto), sino especialmente sobre lo que eso implica para nuestras vidas concretas, y lo que nos dice sobre cómo es Dios.

"Y dijo Dios: «¡Que las aguas debajo del cielo se reúnan en un solo lugar, y que aparezca lo seco!» Y así sucedió. A lo seco Dios lo llamó «tierra», y al conjunto de las aguas Dios lo llamo «mar». Y Dios consideró que esto era bueno. Y dijo Dios: «¡Que haya vegetación sobre la tierra; que ésta produzca hierbas que den semilla, y árboles que den su fruto con semilla, todos según su especie!» Y así sucedió. Comenzó a brotar la vegetación: hierbas que dan semilla, y árboles que dan su fruto con semilla, todos según su especie. Y Dios consideró que esto era bueno."
Génesis 1:9-12

Lo primero que me llama la atención de este pasaje es que Dios establece una base firme sobre la que enraizar la vida. En la publicación pasada hablé de lo importante de mirar al cielo, que está por sobre nuestras cabezas. La biblia dice que Dios nos eleva como águilas para que volemos en libertad (Isaías 40:31). Pero en este pasaje, me parece que Dios nos advierte sobre algo fundamental: hasta las águilas hacen sus nidos en tierra. La vida se cimienta sobre la tierra. Hay un vivir concreto que transcurre sobre la tierra, y es importante tener nuestras raíces firmemente aferradas a la tierra. Digamos, es tener un pie en el cielo pero otro en la tierra.

Digo esto, y me parece importante, porque a veces idealizamos nuestra propia vida como creyentes. Por supuesto que Dios nos invita a soñar y a atravesar nuestras limitaciones terrenales, para ser cada vez más "celestiales". Pero en esta vida no vamos a dejar de ser terrenales. Y eso significa estar en la tierra, y encargarnos de las situaciones que vivimos "terrenalmente", aunque con herramientas que son celestiales. No podemos hacernos creer que llegamos más alto de lo que realmente hayamos llegado. Por mucho que queramos que las cosas sean de una manera, si todavía no lo son, lo tengo que aceptar así. Si viví algo que me lastimó, pero que "no debería dolerme porque Dios me da paz", está bárbaro, Dios nos da paz, por supuesto, pero si todavía no experimenté esa paz, no debería engañarme a mí mismo haciéndome creer que sí. Lo que implica esto de vivir en la tierra me parece que es que tengo que recibir ese dolor, experimentarlo, meditar en él y dejar que Dios trabaje en mí a partir de él, y sólo así pienso que voy a experimentar efectivamente la paz que el Señor quiere darme.

La vida, entonces, tiene lugar en los dos niveles, el cielo y la tierra. Tenemos que cuidar que lo que aprendemos de Dios no se convierta en algo abstracto y lejano, sino que sea algo concreto que lo practiquemos, lo experimentemos o lo busquemos diariamente, de manera práctica. Los evangelios hablan de esto cuando Jesús dice que si no practicamos lo que él nos enseña, es lo mismo que si no lo hubiéramos escuchado (Lucas 6:47-49). La palabra es muy poderosa, pero si no la ponemos en práctica no nos sirve casi para nada conocerla. En realidad, ni siquiera la conocemos realmente hasta que no la aplicamos a nuestra vida y vemos el resultado. Si la pongo en práctica, entonces (y sólo entonces) echa raíz y da fruto.

Precisamente, la palabra es como una semilla. Dios nos dice: "Así como la lluvia y la nieve descienden del cielo, y no vuelven allá sin regar antes la tierra y hacerla fecundar y germinar para que de semilla al que siembra y pan para que coma, así es también la palabra que sale de mi boca: No volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo deseo y cumplirá con mis propósitos" (Isaías 55:10-11).

La actitud con la que yo reciba esta semilla es la que determina qué tan fértil es la tierra donde esa semilla va a crecer. La parábola del sembrador nos habla de esto (Mateo 13:19-23): podemos desoírla, tomarla a la ligera, no creerle del todo (o podríamos pensar, no animarnos a salir del molde que ya traemos antes de escucharla), o creerle y ponerla en práctica. Éste último caso sería una tierra bien fértil. La clave de todo esto está en nuestra mente, porque de ahí brota la actitud y la puesta en práctica.

Pero no nos engañemos: estos no son niveles a los que uno llega en la vida, sino que cada vez que vuelvo a escuchar la palabra tengo que prestar atención a la actitud con la que recibo la semilla. Porque las circunstancias de la vida pueden hacer que nuestra actitud varíe en cada situación particular. Hay que cuidar la tierra todo el tiempo: removiendo la maleza (aquellas ideas o prácticas que hacen más difícil escuchar a Dios y prestarle atención), abonar la tierra (haciendo otras cosas que nos conecten más con Dios, como escuchar y cantar canciones que hablen sobre él), arar la tierra (reflexionar sobre nuestra vida concreta y ver dónde estoy parado, qué estoy viviendo), y otras cosas que a cada uno se le puedan ocurrir.

La semilla produce una planta que crece y se ramifica en cada persona que la recibe, tomando una forma particular. No hay un único diseño común, porque Dios no produce en cadena, sino que el texto de Génesis nos enseña que él diseñó las plantas especie por especie, y hasta podríamos pensar que diseñó planta por planta. La palabra, por supuesto, es una sola, pero el resultado que produce en una persona está influido por las cosas que esa persona vivió y vive día a día.

Lo que sí hay son algunas características comunes. Con las plantas esto es más que evidente: enseguida reconocemos una planta, la distinguimos de cualquier otra cosa (una piedra, un ave, el agua). De la misma forma, una persona que recibe con actitud fértil la semilla desarrolla ciertas características que la identifican. Todas las plantas dan flor, fruto y semilla.

La flor, en nuestra vida, representa el perfume, la fragancia que desprendemos. Las personas en las que la semilla brota son personas que dan gusto, o digamos, con las que es agradable estar. La palabra nos dice que Dios, "por medio de nosotros, esparce por todas partes la fragancia de su conocimiento" (2 Corintios 2:14).

El fruto es lo que aportamos a las vidas de otros. Las personas en las que brota la semilla son personas que dan resultado positivo en sus vidas, causan impacto a su alrededor. Jesús dijo: "si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran, y se les concederá. Mi Padre es glorificado cuando ustedes dan mucho fruto y muestran así que son mis discípulos" (Juan 15:7-8).

Finalmente, damos semilla, es decir, a partir del fruto, la semilla vuelve a sembrarse, en nuevas tierras, y el ciclo se repite, volviéndose cada vez más grande. Por supuesto, esto nos habla de personas que comparten la palabra generosamente, como nos enseña Pablo: "el que siembra escasamente, escasamente cosechará, y el que siembra en abundancia, en abundancia cosechará" (2 Corintios 9:6-7).

Las semillas que plantamos también se van desarrollando a sí mismas como especies diferentes, y van tomando formas propias. Jesús nos envió a hacer discípulos, y es muy importante, pero no podemos pretender que tomen una forma que nosotros queramos darle. Todo lo contrario, tenemos que dejar que Dios les de la forma que él quiera darles. Por eso existen diferentes iglesias locales incluso dentro de la misma denominación. Dios quiere que formemos una identidad propia, más allá de las múltiples identidades colectivas en las que nos incluyamos.

Y no nos olvidemos de esta gran promesa que nos hace Dios a los que sembramos: "El que le suple semilla al que siembra también le suplirá pan para que coma, aumentará los cultivos y hará que ustedes produzcan una abundante cosecha de justicia" (2 Corintios 9:10). La misma idea aparecía en el pasaje de Isaías que mencioné antes (Isaías 55:10). Dios produce una gran diversidad de plantas según sus especies, incluso ramifica estas plantas al interior de cada creyente, y él mismo es un sembrador, desde los días de la creación del mundo hasta nuestros días. Nosotros, que lo reconocemos como sembrador nuestro, somos como plantas cultivadas por él mismo.

Que el Dios que da semilla al que siembra y pan para que coma, que sostiene al sembrador y también a la planta, produzca en nosotros una cosecha verdaderamente grande para que las nuevas semillas sean sembradas con más y más abundancia, y la vegetación del Señor se extienda por toda la tierra. ¡AMÉN!

Hasta que volvamos a encontrarnos.

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