sábado, 1 de octubre de 2016

El fruto del Espíritu 8 - Humildad

Hola a todos. Hace poco más de un mes empecé a publicar una serie de reflexiones, que tienen que ver con un tema que me parece bastante importante: Qué es y cómo se desarrolla una vida que dé buenos frutos. La idea es ver qué dice Dios al respecto, porque bueno, Dios es Dios, él creó nuestra vida, si alguien sabe del tema es él. En Eclesiastés 3:12-14 nos habíamos encontrado con que lo mejor que le puede pasar a una persona, lo mejor a lo que puede aspirar un ser humano, es "alegrarse y hacer el bien mientras viva". El pasaje decía que esto viene de Dios, o sea que él es el único que puede producir eso en nosotros, no es algo que pase por azar o que dependa enteramente del esfuerzo nuestro. Y que ese fruto que se produce en nosotros es trascendente, o sea que impacta más allá de nosotros, más allá del hoy, y hacia la eternidad. Además, el pasaje decía que todo esto Dios lo dispuso así para que entendamos que él es Dios, y que eso implica muchas cosas para nosotros en lo personal.

En Gálatas 5:22-23 tenemos una descripción maestra de cómo se ve ese fruto en nuestra vida, el fruto que Dios produce en nosotros: "el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio". Muchas veces se usa este pasaje para enseñar las conductas que deberíamos tener, pero nos olvidamos de que son todos atributos del ser, no del hacer: ser amorosos, ser alegres, ser pacíficos, ser pacientes, ser amables, ser bondadosos, ser fieles, ser humildes, ser autónomos. Por eso, en esta serie de reflexiones quise hacer énfasis en entender por qué a veces no nos salen estas cosas a pesar de que el Espíritu habite en nosotros, y cómo hacemos para abrir camino para que estas cosas vuelvan (o empiecen, en algunos casos) a fluir en nosotros.

Hoy me toca hablar de la humildad. Quiero empezar planteando qué no es humildad, porque creo que a veces tenemos una idea errada. Bíblicamente, ser humilde no significa ignorar o menospreciar nuestros propios logros, ventajas y fortalezas. No somos más humildes por creer que lo que hacemos bien en realidad no lo hacemos bien. Eso es inseguridad. Ser humilde no es tampoco no tener aspiraciones en la vida. La falta de ambiciones, en realidad, puede llegar a ser también inseguridad: para qué voy a proyectar, soñar o desear si no soy capaz de conseguirlo. O falta de confianza en Dios: si total Dios no quiere que yo esté bien. O varias cosas más, pero no es el tema de hoy. Tampoco humildad es sinónimo de pobreza. La comparación entre pobre y humilde me parece bastante mala porque justamente equipara la humildad a la falta de recursos. Un pobre puede ser o no humilde, y un humilde puede ser o no pobre. Existen ricos humildes y pobres orgullosos.

Pero entonces, ¿qué es la humildad? La palabra que usa el pasaje acá, PRAOTES, está asociada fundamentalmente a dos cosas, por un lado moderación y por otro lado a algo blando, suave, leve. Sobre esto, el apóstol Pablo tiene algo bastante importante que decir:

"Por la gracia que se me ha dado, les digo a todos ustedes: nadie tenga un concepto de sí más alto que el que debe tener, sino más bien piense de sí mismo con moderación, según la medida de fe que Dios le haya dado" (Romanos 12:3).

Si bien la palabra "moderación" en este pasaje no es la misma que en el de Gálatas, la idea queda explicada: lo que nos enseña Dios es que deberíamos tener una opinión sobre nosotros mismos moderada, tan alta como nuestra fe nos permita sostener, pero no tan alta que nos haga creer mejores que los demás. En Filipenses 2:5-6 nos dice, "la actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse". Es decir, no se aferró a su naturaleza divina para ponerse por encima de las personas, sino al revés, vino al mundo como ser humano, rebajándose voluntariamente (y libremente) a nuestro nivel, para estar a la par nuestra.

+ Humildad es pensar de uno mismo con moderación, no como mejores de lo que realmente somos, ni como superiores a los demás o más importantes que los demás.

Lo contrario de la humildad es la arrogancia: creer que merezco un trato especial por ser lo que soy, o por hacer lo que hago. Esperar un trato diferencial hacia mí, esperar tener preferencia, frente a otros o incluso frente a Dios. Es el famoso maestro de la ley de la parábola de Jesús, que miraba al cobrador de impuesto y daba gracias que no era como él, creyendo que por cumplir con toda la ley ritual merecía ser más importante que el cobrador de impuestos frente a Dios. Sin embargo, Jesús es clarísimo: el que se fue a su casa aprobado por Dios fue el cobrador de impuestos, que reconocía su necesidad de ser perdonado por Dios, y no el maestro (Lucas 18:9-14).

Y quiero poner sobre la mesa algo más sobre la arrogancia: una forma de arrogancia es la actitud defensiva, y esta es una actitud con la que creo que nadie puede sentirse ajeno o indiferente. Todos alguna vez hemos reaccionado a la defensiva, o al menos la mayoría de nosotros. Por ejemplo, una de tus principales virtudes es que sos honesto y hacés las cosas siempre por derecha, y alguien te dice que estás siendo deshonesto con algo; tal vez no sea cierto que lo estás siendo, o tal vez sí, no importa para el caso, lo que cuenta es tu reacción: te pone furioso que te lo diga. ¿Cómo me venís a decir eso a mí, justo a mí, que soy tan honesto? ¿Cómo se te ocurre pensar que estoy siendo deshonesto? Y nos sentimos insultados. Eso, en el fondo, nos puede estar mostrando que creemos que somos mejores que otros porque nosotros somos honestos y ellos no. Decir que estamos siendo deshonestos equivale para nosotros, en nuestros sentimientos, a ponernos en la misma bolsa que esa gente deshonesta, a la que considero más mala que yo.

Ahora, ¿cómo es que llegamos a eso? ¿Cómo llegamos a desarrollar la arrogancia? O preguntado de otra manera, ¿cómo podemos destrabar esa arrogancia y desarrollar la humildad en nuestra vida?

El primer punto es el orgullo. Y en esto quiero detenerme un poco. Solemos confundir arrogancia con orgullo. Le llamamos orgullo a lo que hoy estoy nombrando como "arrogancia". Pero creo que cuando mejor usamos la palabra "orgullo" es cuando decimos que algo "hiere nuestro orgullo". El orgullo es una especie de piel que nos ponemos por encima de nosotros, y que está hecha de un montón de cosas que cuando éramos chicos (o incluso no tan chicos) hicieron que nos sintiéramos queridos o aceptados.

Lo explico de otra manera: cuando somos chicos, nuestra supervivencia depende de que nuestros padres (o los adultos responsables de nosotros) nos quieran. La aprobación y el afecto de los padres forman una necesidad vital para un chico, tanto como la comida. Por lo general, nuestros padres tienden a aceptarnos sólo cuando somos de tal o cual manera, cuando actuamos de tal o cual manera, o cuando hacemos tal o cual cosa. Desde muy temprano, entonces, desarrollamos una serie de actitudes, comportamientos y formas de hacer y ver las cosas para ganar la aprobación y el amor de nuestros padres u otros referentes. Obviamente, todo esto sin darnos realmente cuenta, porque a esa edad todo funciona a un nivel muy emocional todavía, poco racional. Entonces, sentimos que esas cosas son los motivos por los que somos queribles, y llegamos a hacerlas parte de nuestra identidad, de quiénes somos. Llegamos a sentir que somos esas actitudes, esos comportamientos y esas formas de hacer las cosas.

Cuando alguien ataca con sus palabras (o con sus acciones) alguna de esas cosas, sentimos que nos está atacando a nosotros, justamente porque sentimos que nosotros somos eso. No son simplemente actitudes. No son simplemente comportamientos. No son simplemente puntos de vista o hábitos. Son nuestra persona. Eso es el orgullo. Cuando decimos que alguien hiere nuestro orgullo está, efectivamente, hiriendo eso que sentimos que nos define como persona.

Y como nos sentimos más aceptables con esas actitudes, comportamientos y hábitos, llegamos a desarrollar una creencia emocional de que eso es lo bueno, esas cosas se convierten en los parámetros que determinan para nosotros quién es mejor o peor persona. ¿Se ve acá la contradicción? Creemos que eso somos nosotros como personas, y como sentimos que esas cosas son buenas, nosotros mismos determinamos (todo a un nivel afectivo, irracional, no consciente) que somos buenos, y que somos el parámetro para determinar quién es bueno y quién no. Entonces, nos volvemos arrogantes: éste no es como yo, entonces es peor que yo.

Otra fuente de arrogancia para nosotros, que también está relacionada con el orgullo, es el miedo a quedar como débiles y que nos pasen por arriba, o el miedo a ser débiles y que la vida nos pase por arriba. Tal vez fuimos tratados con dureza o violencia cuando éramos chicos, ya sea en casa o en nuestros primeros grupos de pertenencia (colegio, por ejemplo), y tuvimos que volvernos fuertes para sobrevivir. Entonces, sentimos que si no somos fuertes, o si reconocemos que en el fondo somos débiles, o nos sentimos inseguros en algo, o algo no nos sale bien, la vamos a pasar mal: la gente se va a aprovechar de nosotros, las circunstancias nos van a vencer, o lo que fuera. Incluso puede ser que tengamos este miedo porque cuando éramos chicos nos vimos obligados a tomar responsabilidades que en realidad eran para los adultos, y entonces, como eso fue lo que nos hizo sobrevivir, lo integramos a nuestra identidad y, otra vez, nos medimos con los demás en función de eso. Los que no son como yo, que hice todo eso, o que soy fuerte y "me las banco todas", son unos debiluchos, y por lo tanto merezco un trato especial por parte de otros, o de la vida, o de Dios.

Finalmente, algo que puede llevarnos a la arrogancia es la falta de límites. Cuando éramos chicos, por un motivo o por otro, nos trataban como si fuéramos especiales respecto de los demás, ya sea respecto de nuestros hermanos, de nuestros compañeros de colegio, o lo que fuera. Tal vez me decían que era especial por tener mejores notas que otros, o por tener un mejor comportamiento que otros, o que por ser creyentes yo era mejor persona que un no creyente, y merecía un trato especial. Probablemente me premiaban por estas cosas, justamente dándome un trato preferencial, ya sea en casa, en el colegio, en la iglesia o donde fuera. Crecí y me acostumbré a que merezco ser tratado de manera especial respecto de otros, entonces me enojo cuando no es así, reclamo cosas que en realidad no tienen por qué corresponderme, y tal vez hasta menosprecio en el fondo a otros, aunque no lo exprese.

No sé si les pasa, pero en vistas de todo este cuadro, uno puede reaccionar de dos maneras: tal vez en este momento, alguno esté sintiendo "no, esto no me parece así, yo no soy arrogante sólo por creer que soy mejor que un no creyente", o "no soy arrogante sólo por considerar que soy mejor persona que otros". Eso es una actitud defensiva, y por lo tanto, orgullo. Tal vez en el fondo sientas que ser orgulloso te haría peor persona que otro. Si esto es así, tengo que decir que nadie es peor o mejor persona que nadie. Nadie es mejor o peor persona que vos. Si sos orgulloso, simplemente estás teniendo un defecto, tal vez uno de los más comunes. No pasa nada. Simplemente hay que trabajarlo, para poder tener vidas fructíferas.

La otra reacción puede ser "uh, soy un desastre, estoy siendo re arrogante". O por ahí no tanto, sino simplemente "uh, soy arrogante entonces". Si esto es así, podés estar contento o contenta, porque ese es el primer paso para dejar la arrogancia atrás. Tal vez por eso Pablo dice, en el pasaje que cité de Romanos, "por la gracia que se me ha dado". Porque la gracia de Dios viene a romper con dos caras de la misma moneda: por un lado, rompe nuestra inseguridad y nuestra desesperanza (porque no necesitamos hacer nada para que Dios nos apruebe o nos quiera, entonces nos da alivio), y también con nuestro orgullo (porque no hay nada que podamos hacer para que Dios nos acepte más o menos, o para que nos reciba o no; la aprobación de Dios está fuera de nuestro alcance desde el principio y de manera irremediable). El evangelio se trata justamente de que Jesús hizo todo lo que había que hacer para agradar a Dios, y que recayó sobre él todo el enojo de Dios, de tal manera que si creemos en esto, Dios nos recibe. Si creemos en Jesús, en quién fue, en qué hizo, Dios nos recibe, ya aprobados.

Y surge la pregunta, ¿cómo puedo hacer para desarrollar la humildad en mi vida? Acá la Biblia nos da algunos consejos muy útiles. El primero es explorar mis propias creencias sobre mí mismo, explorar mis credenciales, preguntarme a mí mismo, ¿qué cosas creo que me hacen superior a otros? O, ¿qué cosa siento que me agrega valor como persona, me hace mejor persona? Es lo que hace el apóstol Pablo al escribirle a los filipenses que "si cualquier otro cree tener motivos para confiar en esfuerzos humanos, yo más: circuncidado al octavo día, del pueblo de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de pura cepa; en cuanto a la interpretación de la ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia que la ley exige, intachable" (Filipenses 3:4-6). Pablo tenía muy claro cuáles habían sido sus motivos de orgullo antes de conocer a Cristo y entregarse a él. Una forma de explorar esto puede ser preguntarnos, justamente, ¿qué cosas me ponen a la defensiva? ¿Qué cosas de la forma de pensar, vivir sentir o comportarse de otros me irritan, y por qué? ¿Siento que deberían ser como yo en algo?

Por otro lado, por supuesto, el paso siguiente es animarnos a despojarnos de esas credenciales, de ese "currículum" de nuestra vida: "sin embargo, todo aquello que para mí era ganancia, ahora lo considero pérdida por causa de Cristo" (Filipenses 3:7), sigue diciendo Pablo. Dios le advierte algo similar a su pueblo respecto de los pueblos que habitaban en la tierra prometida: "Cuando el Señor tu Dios los haya arrojado lejos de ti, no vayas a pensar: "el Señor me ha traído hasta aquí, por mi propia justicia, para tomar posesión de esta tierra." ¡No! El Señor expulsará a esas naciones por la maldad que las caracteriza" (Deuteronomio 9:4). Tanto la parte de preguntarnos como la de despojarnos de esas cosas requieren mucho coraje y sinceridad con nosotros mismos. Es importante que seamos sinceros con nosotros mismos si esperamos llegar a tener vidas que den buenos frutos. Necesitamos poder reconocer nuestras debilidades si esperamos mejorar y crecer. Esto muchas veces va a requerir que nos rodeemos de personas que nos vayan aceptando más allá de nuestros "títulos", que no nos quieran por el puesto que ocupamos, por el rol que tenemos o por lo bueno que hacemos sino simplemente por ser nosotros, con lo bueno y lo malo.

Y este es el tercer consejo que nos da la Biblia, animarnos a ver nuestras debilidades y a ser débiles. Entender que Dios va a sostenernos frente a lo que sea, y que si somos débiles estamos permitiendo que opere sobre nosotros el poder de Dios en lugar del nuestro. No queramos controlar todo, sino mejor reconozcamos las limitaciones que tenemos, admitamos las cosas que no podemos controlar, sea de nuestras circunstancias o de nosotros mismos, dejemos ver que no somos todopoderosos, no somos completamente seguros de nosotros mismos, no somos totalmente buenos. "Gustosamente haré más bien alarde de mis debilidades, para que permanezca sobre mí el poder de Cristo. Por eso me regocijo en debilidades, insultos, privaciones, persecuciones y dificultades que sufro por Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte" (2 Corintios 2:9-10).

Entonces, la humildad se trata sobre tener una opinión moderada de mí mismo, creer que soy quien realmente soy, pero que mi valor como persona no depende de todo lo que fui obteniendo y logrando a lo largo de la vida, sino simplemente de que soy un ser humano creado a imagen de Dios, como cualquier otro ser humano. Animémonos a dejar de lado los "títulos" que fuimos consiguiendo en nuestra vida, animémonos a ser débiles, establezcamos vínculos con gente que nos valore más allá de nuestro currículum y aprendamos de esa manera a ver a los demás como pares, y no como inferiores o superiores a nosotros. Ante los ojos de Dios, todos somos igual de valiosos. Y la aprobación de Dios no lo ganamos por nuestros méritos, sino por los méritos de Cristo, que vivió en obediencia perfecta y cargó con el enojo de Dios hacia la humanidad, para que nosotros seamos aprobados y aceptados por él a pesar de nuestra imperfección.

Que el Dios humilde, que se hizo hombre rebajándose a nuestro nivel, poniéndose a la par nuestro para entendernos en nuestras debilidades, nos llene de su amor incondicional y nos ayude a entender que nuestro valor como personas no depende de lo que hayamos vivido y obtenido, sino de su propia mano creadora que nos hizo a su imagen, para que podamos ser humildes y así dar mejores frutos. ¡Amén!

Hasta que volvamos a encontrarnos.

2 comentarios:

  1. Me parece que le faltan una cosita: uno no deja nada hasta que realmente deja de necesitarlo, como que para dejar atras el orgullo necesitamos "stockearnos" del amor de Dios y la verdad espiritual, sino no hacemos nada de lo que explicaste tan bien.
    Por otro lado, el significado de la palabra "humilde" que tiene más q ver con suave o blanco pareciera que es lo opuesto de la imagen que se le suele asocial al orgullo, que es la dureza, "corazón duro", es un corazón en el cual no penetra Dios, x eso no hay una visión moderada.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sí, totalmente de acuerdo con las dos cosas. Para despojarnos de nuestro orgullo necesitamos primero sentrinos seguros, y eso sólo pasa si nos llenamos del amor de Dios. Creo que por eso es tan clave la gracia. Y sobre lo del corazón duro, me parece re acertado, si Dios no penetra, no podés tener una visión moderada. Incluso agrego que por eso termina siendo uno mismo el parámetro de "bueno" y "malo". Gracias por los aportes!

      Eliminar

¿Querés compartir tus propias reflexiones sobre el tema?