Hola a todos. Hace bastante
tiempo, con algunos meses de interrupción en el medio, empecé una serie de publicaciones
sobre un tema del que suele hablarse bastante, no sólo en las iglesias pero
especialmente en las iglesias, que es cómo podemos tener vidas que den buenos frutos,
y lo relacioné con el fruto del Espíritu. Por lo general, se lo piensa desde el
punto de vista de los resultados o de las conductas, pero la idea de esta serie
era replantearlo desde el punto de vista del crecimiento de las personas. En
otras palabras, la idea es pensar qué es y cómo se desarrolla una vida
fructífera.
Empezando en Eclesiastés 3:12-14, había planteado que el plan de
Dios para nuestra vida es que tengamos alegría y hagamos el bien; esto sería
dar fruto. Tener vidas que podemos disfrutar y que a su vez enriquecen las
vidas de los que nos rodean. No hay nada mejor para una persona que esto, según
el pasaje. Esto es algo que Dios produce en nosotros, por eso lo asocié con el
pasaje de Gálatas 5:22-23, que nos dice que “el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz,
paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio”. Si
damos fruto con estas características, con estos “sabores”, “no hay nada que añadirle ni quitarle”,
dice Eclesiastés. El propósito de todo esto es que demos a conocer el carácter
de Dios, que quede claro qué clase de Dios es él.
A pesar de que todo esto es
fruto del obrar de Dios en nosotros, tenemos la responsabilidad de cuidar y
cultivar ese fruto. Muchas veces, por diferentes experiencias que vamos
viviendo a lo largo de la vida, este fruto del Espíritu se traba, nuestro árbol
no está preparado para dar fruto con todas estas características, y nos quedan
algunas de ellas poco desarrolladas. En un árbol real, esto tiene mucho que ver
con los nutrientes que la planta recibe o no durante su crecimiento. En
nuestras vidas, ocurre exactamente lo mismo. Si no recibimos ciertos
nutrientes, no se desarrollan plenamente las características de nuestro fruto.
Dios proporciona el crecimiento, pero nosotros somos llamados a ocuparnos de
conseguir los nutrientes que nos faltan, y también a darnos esos nutrientes
unos a otros.
Un poco de esto se trata la
publicación de hoy, la característica más activa del fruto, que es el dominio
propio. Creo que es uno de los aspectos del fruto del Espíritu con el que más
confusión solemos tener a la hora de desarrollarlo. Empecemos por pensar qué no
es el dominio propio. En esto, creo que no tenemos tanta confusión. Sin
embargo, es importante aclarar algunas cosas. Dominio propio no es controlar
nuestras emociones. Las emociones son reacciones de nuestra mente a las
situaciones que se nos presentan, y son automáticas. No es algo que podemos controlar
con esfuerzos nuestros. Dominio propio no es tampoco no tener deseos o no
perseguir nuestros deseos. Los deseos en sí no tienen por qué ser malos,
incluso cuando parecieran ser superficiales o muy personales. Pero entonces,
¿qué es el dominio propio?
Como con la mayoría de las
características, la Biblia no nos ofrece una definición directa, pero la
palabra griega que usa el texto nos ayuda a hacernos una idea: es la palabra ENKRATEIA,
que puede traducirse de manera literal como dominio interior, o también como
fuerza interior. Pareciera que apunta a dos cosas al mismo tiempo, por un lado
ejercer autoridad sobre nuestra propia vida y persona, y por el otro tener
fuerza de voluntad. En otro pasaje, Pablo ilustra esta idea con una metáfora:
"Todos los deportistas se entrenan con mucha disciplina. Ellos lo hacen
para obtener un premio que se echa a perder; nosotros, en cambio, por uno que
dura para siempre" (1 Corintios 9:25).
Es interesante que la palabra
que usa acá para decir que “se entrenan con mucha disciplina” se deriva de la
que usa en Gálatas 5 para mencionar el “dominio propio”. Podríamos decir que “los
deportistas se dominan a sí mismos” o que “el fruto del Espíritu es entrenarse
con disciplina”. En todo caso, ambas ideas apuntan a tener control sobre
nuestras conductas, y tener la fuerza interior para empujarnos hacia nuestros
objetivos.
+ Dominio propio es tener
control sobre nuestra vida, y fuerza de voluntad.
Lo contrario a esto podría
ser la impulsividad, y también la pasividad. Las emociones, como decía antes,
no son algo que podamos controlar. Yo no puedo controlar si algo me enoja o no
(aunque si considero que es un enojo desmedido o ilógico puedo tratar de
trabajar en lo que está detrás, para que no se me dispare frente a algo que tal
vez no debería), pero sí puedo controlar mis acciones, lo que hago en función
de ese enojo. Lo mismo con los miedos, la tristeza, la ansiedad y cualquier
otra emoción. Eso es parte de gobernarse a uno mismo, no dejar que las
emociones determinen qué hago con el que tengo en frente.
Esto es muy importante,
porque creo que en nuestra cultura sufrimos de falta de dominio propio
colectivo y crónico. No aprendemos a ver la diferencia entre reacción (la
emoción que se nos dispara frente a algo) y respuesta (la acción a través de la
cual expresamos esa emoción). Podemos oír frases como “no puedo no enojarme por
esto, ¿cómo no le voy a decir de todo?”. Pareciera haber una continuidad
directa entre estar enojado y decirle de todo. Sin embargo, dos personas
sintiendo exactamente lo mismo pueden hacer cosas opuestas. Esto debería ser
suficiente para mostrarnos que no es inevitable hacer determinada acción frente
a determinada emoción. No tengo por qué gritar si estoy enojado.
La pasividad, en cambio,
tiene que ver con la dificultad para hacer que las cosas pasen, es decir, para
llevar a cabo nuestros objetivos o responsabilidades. No hacemos las cosas que
tenemos que hacer o que queremos hacer. Generalmente le echamos la culpa a
otros por esto, o a las circunstancias externas, como la falta de tiempo. Desde
el momento en que empezamos a poder tomar decisiones por nosotros mismos, aunque
todavía dependemos de nuestros padres para algunas cosas, somos responsables
por la parte que nos toca a nosotros. Si tenemos que estudiar, somos nosotros
los que tenemos que disponer el tiempo y ordenar nuestras prioridades para que
así suceda. Si nos gustaría tener más tiempo para dedicarle a nuestras
amistades o vínculos en general, somos los únicos que podemos lograr que eso pase.
La pregunta entonces es, ¿por
qué puede ser que nos cueste esto? ¿Qué trabas tenemos para gobernarnos a
nosotros mismos, y para tener fuerza de voluntad? ¿De dónde vienen nuestras
dificultades con el dominio propio?
Creo que acá tenemos que
tener cuidado de no caer en una simplificación circular: “nos cuesta tener
dominio propio porque no tenemos suficiente fuerza de voluntad”, o “nos cuesta
tener dominio propio porque somos irresponsables”. Ser irresponsable y no tener
suficiente fuerza de voluntad es un sinónimo para decir “no tengo suficiente
dominio propio”. Entonces, lo que estaríamos diciendo sería “me falta dominio
propio porque me falta dominio propio”. Este es el error que muchas veces se
comete en las iglesias, y también en la vida personal. Muchas personas no
pueden salir de su estancamiento en la pasividad, o no pueden dejar de ser
impulsivos, porque simplemente tratan de esforzarse más. Si mi problema es con
el dominio propio, esforzarme más no va a funcionar, porque no estoy
encontrando cuál es el problema que está detrás.
La principal raíz del
problema del dominio propio es falta de aceptación. Desde chicos, o tal vez
siendo ya un poco más grandes, fuimos sistemáticamente rechazados por
determinadas cosas, ya sea por decir que no, por hacer lo que nos gusta, por
tener determinados intereses, por ser de tal o cual manera, o por sentirnos de
determinada manera. El dolor o incluso la culpa o el miedo que sentimos por eso
está tan grabado en nosotros que tenemos esas áreas de nuestra vida bloqueadas,
como “confiscadas”, no nos pertenecen. En el fondo, es como si le pertenecieran
a esas personas que nos rechazaron o de alguna otra manera no nos aceptaron en
esas áreas.
Sin embargo, a veces son
cosas que realmente nos gustan, nos dan placer o nos hacen bien, o necesidades
reales que tenemos. No es que las dejamos de hacer, sino que están fuera de
control. Están fuera de nuestro
control. Tal vez tenemos problemas para manejar nuestro enojo, se nos va de las
manos, tenemos estallidos de ira que sentimos que no podemos controlar. Tal vez
siento que no tengo dominio sobre mi tiempo, por algún motivo nunca me alcanza
para equilibrar bien mis obligaciones con hacer lo que me gusta. Tal vez tengo
algún hábito que se escapa a mi control, y que por mucho que me esfuerzo no
logro dominarlo. Se volvió una adicción, y siento que ni siquiera soy yo el que
lo hace, porque si fuera por mí no lo haría más. Tal vez siempre termino
dejándome convencer por los demás cuando tengo que decidir qué quiero hacer el
fin de semana, o cómo quiero pasar mi tiempo libre. Tal vez me siento ridículo
por querer arreglarme y ponerme lindo, o por querer expresar lo que siento, o
por tener determinada opinión política (o por no tener una opinión política
formada), o por el tipo de películas que me interesan (o porque no me interesan
las películas). Entonces, no me arreglo, o lo hago a escondidas; no expreso lo
que siento; no participo en las conversaciones sobre temas de política, o me
sumo a la opinión que tenga la mayoría; o termino mirando películas que en
realidad no me interesan para sentir que no soy tan ridículo, o para que los
demás no me vean así.
En cuanto a las reacciones y
respuestas, puede ser que no hayamos desarrollado límites propios en algún área
de nuestra vida. Somos dueños de nuestras acciones y responsables por sus
consecuencias. Si otros decidieron siempre por nosotros, o si siempre nos
cubrieron para que no sufriéramos por nuestras malas decisiones, es probable
que no hayamos aprendido a hacernos cargo de las cosas. Es por eso que muchas
veces solemos culpar a otros por nuestras malas decisiones o que a veces somos
muy indecisos. No sabemos qué hacer en determinadas áreas porque nunca tuvimos
que decidirlo nosotros. Tal vez no sabemos realmente lo que nos gusta, o no
sabemos cómo organizar nuestro tiempo, o qué comprarnos, o incluso qué ropa
ponernos. Puede ser que tengamos esta indecisión en cosas muy cotidianas. Además,
puede que nos sintamos ridículos por ser tan indecisos, porque eso fue lo que siempre
nos dijeron.
Tal vez tampoco nos enseñaron
a esperar por lo que queremos. Nadie nos dijo que para comer el postre teníamos
que comer primero la comida. Nos daban siempre el postre igual. Nos
acostumbramos a tener todo en el momento que lo pedimos, entonces hacemos las
cosas sin pensar, para satisfacer nuestros deseos ahora. Quiero resaltar que no
son nuestros deseos los que necesariamente están mal, sino que no tienen forma;
no están moldeados según parámetros sanos, sino que están fuera de control. Quiero
todo, lo quiero ahora y lo trato de obtener ahora. No aprendimos a posponer las
cosas para lograr un objetivo.
La lista de problemas y sus motivos
podría seguir, pero a esta altura tal vez alguno se esté preguntando, ¿cómo se
hace para revertir todo eso? ¿Cómo puedo desarrollar más dominio propio, si la
fuerza de voluntad es justamente lo que me falta?
Justamente, lo primero que
necesitamos es dejar de esforzarnos y empezar a aceptar. Tengo que aceptar que
me falta dominio propio para poder empezar a construirlo. Y para eso tengo que
entender que está bien si no sé controlarme. Estoy fuera de control, y Dios me
sigue amando y recibiendo. Si quiero empezar a tener más control sobre mi vida,
primero necesito dejar entrar la gracia de Dios, que me dice que no es por las
conductas correctas, adecuadas y equilibradas que Dios me recibe, sino que él me
recibe por medio de Cristo, sin que yo lo merezca. Si tengo una adicción
horrible, Dios todavía me ama. Si tengo estallidos de ira, Dios todavía me ama.
Si soy irresponsable y ni siquiera dedico tiempo a orar y tener intimidad con
Dios, él todavía me ama. Si me dejo llevar siempre por lo que dicen o piensan
los demás, Dios todavía me ama. Mientras no pueda aceptar esto, relajarme con
el esfuerzo y empezar por aceptarme a mí mismo, no puedo desarrollar más
dominio propio. Porque el dominio propio tiene que ver con nuestro desempeño en
la vida, y nuestro desempeño depende de nuestra seguridad como personas. Y nuestra
seguridad como personas depende de saber que somos amados y aceptados.
Obviamente, como en todas las
demás características del fruto, necesito relacionarme con personas que me
acepten así también. Necesito poder confesar que estoy fuera de control y ser
aceptado así. Necesito poder decirle a otro que no sé controlar mis respuestas,
que soy indeciso o que no logro controlar mis deseos.
Otra herramienta que tenemos,
que la Biblia misma nos ofrece, es la palabra “no”. Aprender a decir "no" es
muy importante. Tenemos que recuperar el control de nuestra vida, y a veces
para eso tenemos que empezar a establecer límites: esto no me gusta, esto sí me
gusta; esto no lo quiero, esto sí lo quiero. Si tenemos personas que nos apoyen
en esto, va a ser mucho más fácil. Pero es muy importante que podamos hacerlo.
Y finalmente, necesitamos
animarnos a equivocarnos y someternos a las consecuencias de nuestras
decisiones o de nuestra indecisión. Necesitamos dejar de depender de otros (y
tener que pagar también por los errores de otros) y hacer nuestra propia
experiencia, y aprender de nuestros propios errores. Cosechar lo que nosotros
mismos sembramos, y preguntarnos si es eso lo que queremos cosechar para saber
si estamos sembrando lo que deberíamos. Para esto, es útil también tener a
quién rendirle cuentas por lo que hacemos con nuestro tiempo y con nuestra vida,
un amigo, familiar, pareja, consejero o lo que fuera que nos entienda, que nos
apoye y nos ayude a enfrentar las consecuencias sin librarnos de ellas.
Entonces, el dominio propio
es la capacidad de hacernos cargo de nuestra vida, y la fuerza interior para
lograrlo. Muchas veces no la desarrollamos porque hay áreas de nuestra vida que
no fueron aceptadas, nunca aprendimos a canalizarlas adecuadamente, y por lo
tanto están fuera de control. Otras veces no aprendimos a decir que no a los
demás, y otras personas decidieron sobre nosotros, o a nosotros mismos, y
nuestros deseos y emociones terminaron dominándonos a nosotros. Si queremos
recuperar nuestro dominio propio, necesitamos recibir esa aceptación que no
recibimos, empezar a enfrentar nosotros mismos nuestras decisiones, animarnos a
equivocarnos y pagar las consecuencias, con el apoyo de personas que nos
acepten y se queden a nuestro lado a lo largo del camino.
Que el Dios de poder y
autoridad nos ayude a desarrollar nuestro control sobre nuestra propia vida y
nuestra fuerza de voluntad, para que su voluntad se cumpla en nosotros y demos
mucho buen fruto. ¡Amén!
Algunos libros de referencia:
- Henry Cloud, Cambios necesarios, Editorial Vida (2010).
- Henry Cloud, Cambios que sanan, Editorial Vida (2003).
- Henry Cloud y John Townsend, Límites, Editorial Vida (2006).
- Henry Cloud, Integridad, Editorial Vida (2008).
- Timothy Keller, Gálatas para ti, Poiema Publicaciones (2014).
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¿Querés compartir tus propias reflexiones sobre el tema?