martes, 16 de julio de 2013

2 Corintios 13 - La autoridad de la gracia

Hola a todos. Bueno, llegamos al último capítulo de la segunda carta a los corintios. Sinceramente, repasar esta serie para publicarla me hizo recordar cosas importantes que había aprendido la primera vez, y me hizo encontrar también cosas nuevas. Espero que para ustedes haya sido también de bendición. La próxima vez voy a publicar la última recapitulación, sobre estos últimos tres capítulos, y probablemente después cierre con una conclusión general. No olviden prestar especial atención al texto bíblico, orar para que sea a Dios a quien escuchen, tal vez anotar lo que les surja a ustedes y bueno, si hay algo que quieran compartir, comenten.

Texto: 2 Corintios 13

Pablo termina en este capítulo de defender su ministerio, y de una forma que me parece bastante práctica. Por todo lo que ya les habló al respecto, está dispuesto a demostrar con hechos lo que viene diciendo. Cristo mismo le da autoridad, y piensa usar esa autoridad para poner en orden todo lo que haya que poner en orden cuando llegue a Corinto otra vez. "No seré indulgente con los que antes pecaron ni con ningún otro, ya que están exigiendo una prueba de que Cristo habla por medio de mí. Él no se muestra débil en su trato con ustedes, sino que ejerce su poder entre ustedes" (13:2-3).

Ahora, ¿por qué insiste Pablo en esto? ¿Qué nos dice esto sobre la actitud de un ministro de Cristo? Vuelvo sobre esta idea: todos los creyentes somos ministros de este nuevo pacto. Habíamos dicho en su momento que una de las principales características de este nuevo pacto era la gracia: el único hombre justo pagando el precio de la injusticia de todos los demás hombres con su propia muerte. Ésta es la autoridad que Pablo afirma recibir de Cristo, la autoridad que la gracia le da.

Esta autoridad de gracia tiene una primera consecuencia fundamental: reconocer que no nos ganamos esa autoridad, sino que nos fue regalada por medio de la fe. Porque a través de la fe viene en nosotros el poder de obedecer la palabra de Dios de forma voluntaria y consciente. De hecho, no es una autoridad teórica la que se nos confiere, sino una autoridad práctica, que sólo se demuestra por las obras. Son éstas las que, como vimos en otra publicación anterior, acreditan nuestro ministerio, nuestro servicio, y sobre todo nuestra posición para reprender a otros. No porque nuestras obras nos hagan mayores que los demás, porque en realidad, cualquiera puede reprender a cualquiera. Pero no puedo reprender a alguien por algo que yo mismo no pongo en práctica.

Otra consecuencia de la autoridad de gracia es que el ejercicio de esa autoridad tiene un objetivo distinto del de mandar sobre otros: la meta es que los demás crezcan en el Señor. La edificación de los demás, y no su destrucción, como señala Pablo. Si usamos nuestra autoridad para aprovecharnos de los demás, para tomar lo que otros tienen, para hacerles daño por cosas que en el pasado pueden habernos hecho, o lo que sea, entonces no estamos usando la autoridad de la gracia ni manifestando el poder de Cristo. El ministerio del nuevo pacto se basa en el amor y el perdón del Señor. Y recordemos que contribuir a la edificación de otros es necesariamente ayudar a que la gloria de Dios se refleje de manera cada vez más visible en esas personas, y por lo tanto requiere que yo mismo la deje brillar en mí.

Uno de los puntos más importantes de esto, y Pablo vuelve sobre él en esta parte de la carta, es reconocer que somos débiles. Como hablamos para el capítulo 4, tenemos esta gloria, y por lo tanto, esta autoridad, en vasijas de barro. Es el poder de Cristo el que me fortalece y hace toda la obra de restauración en mí. Por eso conviene permanentemente hacer un autoexamen de mi propia relación con Dios y de mi caminar como cristiano. ¿Estoy reflejando apropiadamente la gloria de Dios? ¿Qué barreras tengo? ¿Quién puede ayudarme a sortear esos obstáculos? Y eso también es importante. Si quiero ejercer eficazmente la autoridad de la gracia, es necesario que yo mismo me ponga bajo la autoridad de otro. Que busque el consejo de otro, la ayuda de otro, y por qué no, la reprensión de otro. Sí, esto también es importante. No hay mayor confianza, me parece, que la que me permite depositar en otra persona el "derecho" de reprenderme sin que yo me ofenda por eso. También es un paso grande de humildad, que creo que sirve de mucho.

Y lo importante es que al probarme a mí mismo, al someterme a examen, no lo haga para quedar bien con otros, o para hacer quedar bien a los cristianos. Esto es una tendencia o una tentación muy común. Muchas veces me vi en la situación de querer hacer las cosas bien para que la gente no piense mal de los creyentes. De esas veces, varias lo hice. Hacer las cosas bien es de por sí algo bueno, pero la motivación es incorrecta, y eso tiene la consecuencia de que mi obediencia sea forzada y no natural. La motivación para hacer las cosas bien tiene que ser que eso es lo correcto. Que eso es lo que hay que hacer, porque para eso fuimos creados, para eso fuimos liberados de la desobediencia, rescatados por el poder de Cristo, y si somos conscientes de esto, "nada podemos hacer contra la verdad, sino a favor de la verdad" (13:8). De nada sirve engañarnos a nosotros mismos sobre qué tan aprobados estamos o en qué sentido, porque en cualquier caso no podemos engañar a Dios, y él siempre nos va a recordar qué necesitamos corregir o cambiar. Su intención es, siempre lo fue, hacer de nosotros la mejor versión de nosotros mismos.

Cada uno, entonces, es responsable de tratar de conocerse a sí mismo y de trabajar codo a codo con el Señor para sacar afuera esa mejor versión posible de sí mismo. Pero no podemos tampoco excedernos en severidad con nosotros. A veces, no sé si les habrá pasado, llegué a examinarme con más severidad de la que creo que Dios mismo pretendía. Eso no lleva a buen puerto, porque muchas veces puede desanimarnos en nuestro crecimiento. Lo mismo ocurre al examinar a otros o, digamos, tratar de corregir a otros. Primero que nada, si soy demasiado severo con los demás puede que no esté examinándome a mí mismo apropiadamente. Pero además, si la idea es edificar, tengo que reprender con cuidado. No con cuidado en el sentido de precaución, sino en el sentido de cuidar de esa persona mientras la corrijo. Porque en definitiva ese es el objetivo de esa corrección. "les escribo todo esto en mi ausencia, para que cuando vaya no tenga que ser severo en el uso de mi autoridad, la cual el Señor me ha dado para edificación y no para destrucción" (13:10).

Entonces, la idea es que siempre hagamos el bien, y que siempre animemos a otros a hacer el bien, con la autoridad que la gracia nos da. Porque eso es lo correcto. Y hacer el bien quiere decir obedecer, por fe, a Dios. No me refiero a cada cosa puntual que la palabra dice, porque eso es justamente lo que Dios produce en cada uno de nosotros. Lo importante, o la base, es buscar a Dios de corazón y querer hacer las cosas a su manera, para que cada vez que su palabra, de manera directa o a través de otro, nos corrija, pongamos todo de nosotros en cambiar ese aspecto. Crecer en el Señor es un proceso, y es un camino que dura toda la vida y va dando resultados de manera progresiva. Por eso también tenemos que animarnos a darnos un margen de error. Apuntar alto es importante, pero también lo es saber que vamos a fallar, de manera regular, y entonces, tenemos que corregir nuestro rumbo, sí, pero no castigarnos a nosotros mismos porque Dios mismo nos perdona.

Insisto en esto: no es en nuestra fuerza o capacidad que logramos crecer, sino apoyándonos en el poder de Cristo: oración, palabra de Dios, comunidad. La propia práctica de lo que está bien es el impulso que nos lleva más y más hacia adelante. Cuánto más tratamos de hacer lo bueno, más fácil nos resulta, si lo hacemos confiando ante todo en el poder de Cristo. Y en cuanto a contribuir al crecimiento de otros, lo mismo: lo que importa es que resulte, que salga bien, pero no para que nosotros quedemos como ministros muy capaces que logran "hacer crecer" a otros, porque esto no es cierto. Lo que cuenta es que esas personas aprendan a obedecer a Cristo, porque eso es bueno, no porque nosotros somos buenos. "Pedimos a Dios que no hagan nada malo, no para demostrar mi éxito, sino para que hagan lo bueno, aunque parezca que nosotros hemos fracasado" (13:7). Y en todo, tenemos que intentar estar en paz, con Dios, con nosotros mismos y con los demás, y procurar mantener la unidad.

Que la gracia del Señor Jesucristo, que nos da autoridad para edificar y sostener a otros, el amor de Dios que es la base de esa autoridad, y la comunión del Espíritu Santo que nos conduce a hacer el bien cada vez con más soltura, sean con todos nosotros. ¡AMÉN!

Hasta que volvamos a encontrarnos.

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